Estoy en Nueva York; pero no en la ciudad, sino en el estado, que también existe. En el paraíso de las ardillas. Intentando adoptar la vida campestre que llevan la mitad de los neoyorquinos que figuran en el censo de Albany, la capital. Vivo en Rhinebeck, a cien millas de Manhattan. En una casa construida con madera y pintada de gris pálido. En un pueblecito que se parece a los de la maqueta del tren eléctrico que nos traían los Reyes Magos. En la radio aprendí la importancia trascendental de los silencios en un mundo saturado de palabras. Con la intención de escuchar caí en este pueblo y, antes de que pudiese darme cuenta, me encontré inmerso en una maraña de historias fascinantes e insospechadas. En una América que yo ni siquiera presagiaba que pudiese existir.