Anthony Mann, de verdadero nombre Emil Anton Bundsman, fue hijo de emigrantes judíos alemanes en los Estados Unidos dedicados a la enseñanza. Formado en los ideales del trascendentalismo germano, va trasplantando ese bagaje a la dirección de cine de forma espontánea, casi irreflexiva, cuando vencidos todos los desafíos técnicos y profesionales, se convierte en un director de éxito durante la década de los cincuenta. Su valoración de los espacios en los encuadres y las dialécticas de ocupación y desocupación del vacío, casi constantemente ligadas a una concepción en vistas amplias de sus escenografías (ya interiores, ya exteriores), le convierten en uno de los grandes referentes audiovisuales del siglo XX.
Una dramaturgia seca y concisa, desencantada y muy crítica, aflora de sus mejores películas. Incómodo con una sociedad en la que los valores más apreciados se alejan del "trascender para renunciar a lo negativo en uno y alcanzar la plenitud del ser", Mann se decanta por la tragedia y por la denuncia de la insolidaridad que el capitalismo abyecto deja caer sobre el individuo.