Cada dos o tres semanas escribía un artículo que fermentaba a su modo, sin la agresividad de la prisa, y lo enviaba al diario, que antes o después lo publicaba con el esmero que lo caracteriza. Así, con ese comportamiento de colaborador fijo pero discontinuo, fui desgranando los textos que ahora aparecen aquí y así. El título me vino de golpe a la cabeza como un tiro ineludible. Buscaba yo cobijarme y cobijar esta escritura bajo una imagen que evocase algo parecido a la alegría, único pariente de la felicidad que me es creíble. Imaginaba eso: ir guardando cerezas sigilosamente en un escondrijo como quien preserva de las inclemencias del mundo un pequeño botín, infantil y secreto. En realidad, la propia aventura que me supuso escribir cada uno de estos textos fue eso para mí: llevar a un escondite el lujo rojo y frutal de unas cerezas brillantes. ¿Qué otra cosa es querer compartir en voz baja ocurrencias y propuestas con esa tribu invisible de lectores que se atreven a entrar, entre crujidos de ramas apartadas, en el bosque disimulado de un suplemento cultural? O sea, en un escondite.