Con una trayectoria de sorprendente coherencia, la obra de José Corredor-Matheos ha ido profundizando, depurando, sus presupuestos iniciales, y acentuando su perfil personalísimo y un tanto excéntrico con respecto a sus coetáneos de la generación del cincuenta. En la tradición de la «poesía pura» de Juan Ramón o Valéry, Corredor-Matheos entiende el poema como una visión detenida de lo fugaz, una cristalización del fluir o una aprehensión del destello que los objetos o el paisaje ofrecen al sujeto. Su expresión justa y esencial, despojada y autosuficiente, y su tonalidad serena delatan además la gravitación explícita de la poesía oriental. El don de la ignorancia, que prosigue la estela de un libro tan original como Carta a Li-Po, se convierte en su poemario más preciso, el de expresión más ceñida y natural.
Dividido en cuatro partes, El don de la ignorancia arranca con algunos poemas de extrañeza y asombro por la mera existencia. En ellos se habla de la necesidad de «sosegar el espíritu / entre el pavor y el gozo / de vivir». La segunda parte recoge poemas elegiacos a modo de homenajes a personas ya desaparecidas, contrapunteados por otros dedicados a artistas vivos. Le suceden, en la tercera, composiciones de reencuentro con lo cotidiano y lo natural, en la que los poemas abordan los vínculos que establecemos con los objetos, así como la lección de trascendencia que se desprende de ellos. Por último, la cuarta parte versa sobre la, en términos budistas, serena constatación del vacío cósmico: el no pensar, el perder la corporeidad, el desaparecer en la contemplación como los pájaros: «¿cuándo podré crear / un mundo tan real / como irreal es éste / en el que vivo?». Ahí se nos manifiesta una concepción de la poesía como elemento efímero que forma parte del universo.