He de reconocer que en nuestras pesadillas siempre supimos que volvería, que algún día subiría el caminito en forma de culebra cercado de castaños y sus botas embarradas cruzarían con un ímpetu desordenado la única puerta de la casa por donde entraba el sol. Se sentaría en la mesa de tarugos sin pulir con la cuchara de latón en el puño y esperaría a que se le sirviera de comer como si nada hubiera pasado. Como si no nos hubiera arrancado la alegría del pecho. Era mi padre.
Tras catorce años de misteriosa ausencia, Andrés Pajuelo regresa a su casa con la idea de robar una serie de valiosas obras de arte religioso en varias iglesias de la sierra. Para esta empresa necesitará la ayuda de sus dos hijos, del melindroso prometido de su hija y de un enigmático gigante experto en teología y en arte sacro. Cuando todo parece listo para ejecutar el último y más lucrativo de los expolios, la banda de ladrones es acusada de varios asesinatos. Para sorpresa de toda su familia, Andrés reconocerá al instante su culpa ahorcándose en público.
El ladrón de vírgenes reflexiona sobre las mentiras y fabulaciones que encierra la religión al tiempo que pulsa la importancia de la religiosidad en la condición humana. Una original mirada a los límites de la traición, la lealtad y la fuerza de las promesas. Una novela de aventuras que representa un certero homenaje a la tradición oral de contar historias.
Por eso odiaban a mi padre. Porque él no era como ellos. Porque él quiso ver lo que había más allá de las montañas.