«A raíz del suicidio de mi madre, Sylvia Plath, el 11 de febrero de 1963, a mi padre, Ted Hughes, le costaba asentarse. Su estilo de vida itinerante implicaba que mi modesto armario y mis libros (no tenía juguetes) nunca estaban en un único sitio, y tampoco podía hacer amigos (no tenía amigos de verdad). Adondequiera que él fuera, mi hermano Nick y yo lo acompañábamos como dos apéndices a remolque. Si apartaba la vista apenas un instante y luego volvía a mirar, el paisaje se habría modificado y a mí no me quedaría más remedio que aclimatarme a un universo nuevo». Así explica Frieda Hughes su anhelo de arraigo, de plantas y animales, de una compañía cálida y amable, pues, para tener plantas y animales, hace falta un hogar, una tierra que nos ancle, un jardín que cultivar, que ver crecer, un lugar estable que sea morada y cobijo. Cuando por fin lo logró, cuando compró una vieja casa destartalada en lo más profundo de la campiña galesa con la idea de rehabilitarla, esperaba emprender algunos proyectos: plantar un jardín, pintar y escribir su columna de poesía para el Times. En lugar de eso, se encontró rescatan