El enciclopedismo de Darwin, su perspicacia y la audacia de su ingenio, capaz de ordenar y encajar hechos y proposiciones que más tarde sintetizaría en teorías transcendentes, le hicieron ganar fama de diletante ante los ojos de la comunidad científica, descalificación a la que acaso contribuyera la sencillez de su prosa. Pero es precisamente a la inquietud incalificable e irreductible de su genio a la que debemos las grandes teorías surgidas de sus cuadernos de notas.
Desde esta óptica, La formación del manto vegetal por la acción de las lombriceses la obra de un naturalista que se desenvuelve con igual pericia en asuntos zoológicos que geológicos, y al que ni la etología ni la arqueología resultan ajenas. Al atribuir un importante significado geológico a los gusanos, Darwin retorna a las fronteras de lo orgánico y lo inorgánico: las lombrices y el manto vegetal, como en su día sucediera con los conceptos de evolución biológica y tiempo geológico, engrosan las relaciones entre geología y biología, esenciales en su obra. La máxima jurídica de minimis non curat lex no sirve cuando de ciencia se trata, pues para la ciencia no hay asuntos menores. Procediendo sobre un tema tan mínimo, pero con todo su rigor de científico empirista y materialista, la mera cuantificación del volumen de tierra removida por los gusanos permite a Darwin probar cómo procesos sencillos, que habían pasado desapercibidos o habían sido juzgados baladíes, son responsables de la renovación del manto vegetal terrestre.