Hace tiempo que leo la prosa de Teresa Garbí, porque soy un lector de poesía. Tienen sus líneas, siempre tan sencillas como precisas y consteladas de sentidos, la extraña capacidad de penetrar la superficie de las cosas, y no para publicar su secreto, sino precisamente para subrayar que su ser más propio se encuentra allí donde no alcanza la razón, en el misterio en que surgen y desaparecen. Su ejercicio de contemplación frente al doncel de Sigüenza en el libro titulado Cinco resulta inolvidable para cualquiera que haya tenido la fortuna de seguirla en sus merodeos alrededor de lo que no tiene centro, pero irradia, y huele, y vibra. Teresa Garbí declara aquí su fascinación por lo que el arte, cuando es verdadero, tiene de naturaleza, y también por su única utilidad posible, la que lo convierte en educación del alma y solaz del espíritu. «Cuando os sintáis escasos de recursos y sin gloria alguna, dad un paseo por el campo y la gloria del sol será vuestra gloria», les enseña el buen Andrea Verrocchio a sus discípulos, y entre ellos a Leonardo, en unas líneas de este libro luminoso. El arte de la vida consiste en llegar a un pleno acuerdo de la mirada con aquello que está siendo observado, para lo cual será preciso aprender a mirar con el corazón y desaprender minuciosamente todo lo aprendido. Es ahí donde la pintura y la poesía cumplen su más alta función como agentes develadores de otra más alta realidad, la que había quedado oculta bajo la prosa cotidiana; y también es ahí donde estas páginas respiran su mejor aliento de apertura. Teresa Garbí no ha escrito este libro, lo ha sentido crecer, se le ha tornado vivo.
Vicente Gallego