Como todos los de su generación, Sergio Gutiérrez Camblor (Siero, 1985) pasó su infancia en EE.UU. Con la marca de esa influencia catódica -la televisión que nunca se apagaba-, no extraña que su poesía esté poblada de escenas en las que se comparte helado de yogur y se habla de lo accesoriamente transcendental. La voz de este poeta está ya preparada para la decepción, su insolente convivencia: Los regalos suelen tener forma de penitencia, según sentencia en los huecos que esta galería de desheredados, de naufragio postmoderno, le permite. Hay luz, claro, pero es la de la nevera. Gutiérrez Camblor disecciona un mundo doméstico en el que hace frío y hace ausencia y no pasa nada, por eso a veces, ver a Kant reposantando en metá de la nada vendría bien tamién. La comunicación con los demás es un territorio difuso para el poeta, quien se aleja de las preocupaciones de los poemas iniciáticos y ahonda en la idea de matar al padre, encontrar un lugar. Con Los dioses de Curtis Gutiérrez Camblor se reafirma en una voz propia a través del muestrario de unas herencias, como el pantone de una orfandad originada en el núcleo del desencanto. Una vez descubierto el universo, sólo queda darle patadas a una lata oxidada. Seguir. Pasar el rato. Y aguantar. Este joven poeta construye una crítica intensa reflexiva a través de la oscuridad cotidiana, donde sufrir ye´l verbu. Sofía Castañón