Corría el año 1929 y Gabrielle Roy, apenas terminada la escuela y con veinte años recién cumplidos, conseguía su primer trabajo como maestra en Cardinal, un pueblecito del Canadá occidental, y después en un colegio masculino de la pequeña ciudad de Saint-Boniface, ambos en la provincia de Manitoba. De esas primeras experiencias surgiría, muchos años más tarde, Los niños de mi vida, una maravillosa recopilación de historias de vida de sus alumnos. Por sus páginas veremos desfilar a Vincento en su primer día de clase, aterrorizado y colgado de la pierna de su padre; a Clair, aplicado, tierno y demasiado pobre para poder ofrecerle un regalo de Navidad a su querida maestra; a Nil, el pequeño ucraniano cantor, o a Médéric, el preadolescente rebelde al que todos temen (y también el mejor buscador de riachuelos secretos de truchas). Niños humildes de padres y madres granjeros, curtidores, limpiadoras, venidos de todas partes a ese rincón de mundo de la campiña más remota o de los arrabales más denostados de la ciudad. Un lugar de la infancia en el que, pese a los duros trabajos del campo, la escasez extrema y las largas caminatas hasta la escuela bajo la ventisca, basta un ramo de flores de tela o un puñado de nueces para hacer sonreír a toda una clase.