Han pasado cuarenta años desde que Xosé Humberto Baena, José Luis Sánchez-Bravo, Ramón García Sanz ?militantes del FRAP?, y Jon Paredes, Txiki,y Ángel Otaegui ?de ETA?, fueron fusilados la madrugada del 27 de septiembre de 1975en el postrer intento del régimen por prolongar el franquismo sin Franco. Para unos, estos jóvenes de poco más de veinte años fueron luchadores antifranquistas que dieron su vida por la libertad; para otros, simples terroristas que pagaron con ella las que antes habían arrebatado. Cometieran o no los delitos por los que fueron condenados, lo cierto es que fueron víctimas de un simulacro de justicia que los sentenció antes de juzgarlos. Las pruebas incriminatorias fueron obtenidas mediante torturas o burdamente manipuladas y se les privó de las mínimas garantías de defensa. Si la pena de muerte es despreciable en sí misma, más aún lo es cuando en torno a ella se oficia una mascarada que intenta dotarla de legitimidad. Es probable que muchos de quienes nacieron tras la muerte del dictador no conozcan este episodio o tengan una vaga referencia de él. Carlos Fonseca lo recupera con el testimonio de los protagonistas, sus familiares, amigos, abogados y compañeros de militancia, y lo acompaña de documentación inédita que arroja luz sobre los pormenores que rodearon las últimas penas de muerte ejecutadas en España.
Han pasado cuarenta años desde que Xosé Humberto Baena, José Luis Sánchez-Bravo, Ramón García Sanz ?militantes del FRAP?, y Jon Paredes, Txiki,y Ángel Otaegui ?de ETA?, fueron fusilados la madrugada del 27 de septiembre de 1975en el postrer intento del régimen por prolongar el franquismo sin Franco. Para unos, estos jóvenes de poco más de veinte años fueron luchadores antifranquistas que dieron su vida por la libertad; para otros, simples terroristas que pagaron con ella las que antes habían arrebatado. Cometieran o no los delitos por los que fueron condenados, lo cierto es que fueron víctimas de un simulacro de justicia que los sentenció antes de juzgarlos. Las pruebas incriminatorias fueron obtenidas mediante torturas o burdamente manipuladas y se les privó de las mínimas garantías de defensa. Si la pena de muerte es despreciable en sí misma, más aún lo es cuando en torno a ella se oficia una mascarada que intenta dotarla de legitimidad. Es probable que muchos de quienes nacieron tras la muerte del dictador no conozcan este episodio o tengan una vaga referencia de él. Carlos Fonseca lo recupera con el testimonio de los protagonistas, sus familiares, amigos, abogados y compañeros de militancia, y lo acompaña de documentación inédita que arroja luz sobre los pormenores que rodearon las últimas penas de muerte ejecutadas en España.