Cuando cumplí los treinta, la vida me estalló en la cara. Desde ese momento dejé de tenerme por el rey del mundo y me convertí en un adulto como cualquier otro, que hace lo que puede con lo que es.
Hasta los treinta y tantos no dejaba de preguntarme a qué podían parecerse el sufrimiento y las preocupaciones. Esperé hasta esa edad para dedicarme, como todo el mundo, a la busca de la felicidad. ¿Qué había pasado? No viví una guerra, ni la pérdida de un ser querido, ni una enfermedad grave, nada. Nada más que una banal historia de separación y de reencuentro.