Monasterio de Leyre, verano de 1619. El anciano monje Gayarre, presintiendo su cercana muerte, comienza a dictar a su pupilo la crónica de su azarosa vida. Le había hecho una promesa a aquella mujer. «No dejéis que la memoria de nuestro viaje se pierda» le había pedido ella. Y él le había jurado por su honor que escribiría, «o haría escribir», una crónica de todo cuanto había acontecido en aquel viaje lleno de prodigios. Una aventura que, en realidad, comenzó el 31 de mayo de 1578, cuando el suelo de un viñedo junto a la Via Salaria se hundió bajo el peso de un carro lleno de sarmientos secos. Se acaban de redescubrir las catacumbas de Roma, perdidas durante más de mil años. En la gigantesca necrópolis subterránea se encontraron los restos olvidados de cientos de los primeros cristianos. El papa Gregorio XIII quiso ver en aquel insospechado suceso una señal celestial y decidió convertir aquellos restos anónimos en «auténticas» reliquias de mártires, con el fin de repartirlos por catedrales y monasterios de Europa Central a fin de impulsar la «verdadera fe» y frenar así el avance de la Reforma protestante.